Así que no nos fijamos en lo visible, sino en lo invisible, ya que lo que se ve es pasajero, mientras que lo que no se ve es eterno. 2 Corintios 4:18 (NVI).
La duda, en mi caso, tiende a caer sobre mí de golpe, en un solo paquete. Yo no me preocupo mucho por los matices y detalles de ciertas doctrinas particulares, pero, de vez en cuando, me sorprendo a mí mismo poniendo en duda el gran esquema de la fe.
Por ejemplo, si me hallo en el futurista aeropuerto de Denver, observo a la gente de aspecto importante con sus trajes sastres, asidos firmemente de sus maletines como si fueran armas. Los veo detenerse momentáneamente en el kiosco de café espresso antes de apurarse a su sala de abordaje. ¿Piensan ellos alguna vez en Dios? —me pregunto.
Los cristianos compartimos una rara creencia en universos paralelos. Un universo está hecho de acero y cristal, de ropas de lana, maletines de piel y el olor a café recién molido. El otro consiste en ángeles y fuerzas espirituales siniestras y, allá, en algún lugar, un Cielo y un Infierno. El mundo material lo habitamos palpablemente; pero se necesita de fe para verse uno a sí mismo como ciudadano del otro mundo invisible.
En ocasiones, los dos mundos se funden para mi en uno solo, y estos raros momentos son anclas para mi fe. La ocasión en que me sumergí con mi snorkel en una arrecife de coral y, de repente, los destellos de color y el deslumbrante lienzo que me rodeaba se convirtieron en una ventana al Creador, que se deleita en la vida y la belleza. La vez que mi esposa me perdonó por algo que no merecía perdón—eso también se convirtió en una ventana que me permitió un alarmante vistazo a la gracia divina.
Tengo momentos como estos, pero muy pronto los vapores tóxicos del mundo material se cuelan a mi interior. ¡El atractivo sexual! ¡El poder! ¡El dinero! ¡El poder militar! Me dicen que estas son las cosas que más importan en la vida, no los idealistas clichés de Jesús en el Sermón del Monte. Para mí, viviendo en un mundo caído, la duda se parece más al olvido que a la incredibilidad.
Como ciudadano del mundo visible, conozco muy bien la dificultad de mantenerme aferrado creyendo en el otro mundo invisible. Pero la Navidad me cambia la jugada mostrándome la gran lucha que significó para el Señor de ambos mundos descender a vivir por las reglas de solo uno de ellos. En Belén, los dos mundos se fundieron y se realinearon. Todo lo que Jesús logró al cumplir su misión en la tierra le dio a Dios la posibilidad de resolver, algún día, todas las discrepancias entre ambos mundos. Ante esto, no me sorprende que un coro de ángeles haya irrumpido en cánticos espontáneos, alarmando no solamente a unos cuantos pastores, sino al universo entero.
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