Un Rey con Envidia
- Gabriel Miyar
- 5 jun
- 2 Min. de lectura
Un sólo día en tu templo es mejor que mil en cualquier otro sitio. Preferiría ser portero del templo de mi Dios que vivir una vida cómoda en palacios de maldad. Salmo 84:10 (NBV)
El rey David tenía su palacio sobre una colina al oriente de Jerusalén, la ciudad de David. Hoy en día en este lugar las excavaciones arqueológicas continúan haciendo hallazgos de la época. Frente a esta colina hacia el norte está la colina del templo.
David, en su palacio, atendía todo el día los asuntos de estado. Administraba el reino: Impartía justicia, arbitrando los grandes casos de conflicto, revisaba el tesoro y elaboraba presupuestos, mantenía el ejército bien equipado y entrenado, recibía embajadores de otras naciones—prácticamente encabezaba los aspectos ejecutivo, judicial y legislativo del reino. Tenía una vida muy ocupada.
Pero, cuando había un respiro, podía escuchar los cantos en la colina de enfrente: los sacerdotes adorando y meditando en los asuntos de Dios. Mientras tanto, David volteaba al legajo de documentos que tenía frente a él y se sentía frustrado, porque no podía participar en la adoración de sus vecinos. Porque David tenía un corazón de adorador. Escuchen (si lo leen en voz alta mejor) estas palabras:
Lo único que le pido al Señor
—lo que más anhelo—
es vivir en la casa del Señor todos los días de mi vida,
deleitándome en la perfección del Señor
y meditando dentro de su templo.
Salmo 27:4
Así, el hombre más rico de Israel envidiaba a los hombres más pobres de Israel —los sacerdotes. Ellos ni siquiera tenían tierras a su nombre y sus ingresos eran muy modestos, pero lo que no tenían en riqueza material, lo tenían en riqueza espiritual. Por eso decía David con nostalgia:
¡Dichoso aquel a quien tú escoges, al que atraes a ti para que viva en tus atrios! Saciémonos de los bienes de tu casa, de los dones de tu santo Templo. Sal 65:4
Tú y yo, podemos acercarnos a Dios en nuestro espacio privado, y en el Espíritu, hacer un templo de adoración y deleite en el Señor. El mismo salmo 27, dice en el versículo 8:
El corazón me dice: «¡Busca su rostro!».
Y yo, Señor, tu rostro busco.
«Señor, mi propio corazón, me llama a buscar tu presencia, y a buscar tu rostro y no sólo tus manos dadoras. Enséñame a contemplar tu hermosura y a reconocer tus atributos. Porque sólo tú estás lleno de amor perfecto y sólo tú vives en absoluta santidad, y a pesar de que eres fuerte y poderoso, también eres tierno y compasivo. ¡Eres hermoso, Dios mío!»
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