Cada año Salomón recibía unas veintitrés toneladas de oro, 14 sin contar los ingresos adicionales que recibía de mercaderes y comerciantes. Además, todos los reyes de Arabia y los gobernantes de las provincias también le llevaban a Salomón oro y plata. 2 Crónicas 9:13-14
Con todo lo imaginable operando a su favor, al principio parecía que el rey Salomón seguiría de manera agradecida a Dios. Su oración de dedicación para el templo en 1 Reyes 8 es una de las oraciones más majestuosas que se hayan hecho. Sin embargo, para el fin de su reinado, Salomón había despilfarrado todas estas ventajas. El gran poeta que había cantado del amor romántico, rompió todos los récords de promiscuidad: ¡700 esposas, y 300 concubina! El sabio que había compuesto tantos proverbios llenos de sentido común, los había roto todos con enorme extravagancia. Y para agradar a sus esposas extranjeras, el hombre devoto que había construido el templo de Dios, dio un último paso terrible: introdujo la adoración de ídolos a la santa ciudad de Dios.
En una generación, Salomón había llevado a Israel desde un pequeño reino dependiente de Dios para su mera supervivencia a un poder político autosuficiente. Pero, a lo largo del camino perdió de vista la visión original a la que Dios lo había llamado. Irónicamente, para el tiempo de la muerte de Salomón, Israel se parecía al Egipto de donde habían escapado: un Estado imperial, sostenido por una excesiva burocracia y el deshumanizante trabajo de esclavos, con una religión de estado oficial bajo el mando de su líder.
El éxito en el reino de este mundo había desplazado su interés en el reino de Dios. Esta breve y resplandeciente visión de una nación de pacto se desvanecía y Dios retiró su apoyo. Después de la muerte de Salomón, Israel se dividió en dos y se deslizó hacia la ruina.
Una cita de Oscar Wilde podría ser el mejor epitafio para Salomón: “en este mundo sólo hay dos tragedias, una no obtener lo que uno quiere, y la otra obtenerlo.” Salomón obtuvo todo lo que quiso, especialmente cuando se trataba de los símbolos del poder y el estatus. Gradualmente fue dependiendo menos y menos de Dios y más y más en todos los accesorios que lo rodeaban: el harem más grande del mundo, una casa, dos veces más grande que el templo, un ejército bien pertrechado con carruajes y una fuerte economía. El éxito pudo haber eliminado cualquier crisis de desilusión con Dios, pero también eliminó todo el deseo de Salomón por Dios. Entre más disfrutaba de las buenas cosas del mundo, menos pensaba en el dador.
Philip Yancey (Desilusión con Dios, p.80-81).
Conocer a Dios necesita madurar hacia conocerlo mejor. Salomón, sin embargo, en medio de su arrogancia, lo fue conociendo menos. Que el Señor nos conceda siempre su gracia para aprender de los errores de los demás.
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