Se haya dicho explícitamente o no en tu campus, el mensaje de ayer acerca de la culpa está dirigido a tres situaciones en la vida de los creyentes:
El culpable que se sabe culpable
El culpable que se siente inocente
El inocente que se siente culpable.
Nos referimos a alguna área de nuestras vidas donde los creyentes estemos practicando aún el pecado.
Si tú le has entregado tu vida a Jesús y has recibido la vida eterna y estás seguro de tu salvación, la siguiente Escritura se refiere a ti:
Por la muerte de Cristo en la cruz, Dios perdonó nuestros pecados y nos liberó de toda culpa. Esto lo hizo por su inmenso amor. Por su gran sabiduría y conocimiento. Efesios 1:7-8 (TLA).
Observa la frase: “y nos liberó de toda culpa.” La culpa ya no debe ser parte de nuestras vidas, no importa cuán monstruosos hayan sido nuestros pecados. O no. Los pecados menos monstruosos siguen siendo pecados.
Si tú estás pecando en alguna área de tu vida, necesitas recordarle a tu alma que la sangre de Cristo cubre el perdón absoluto de ese pecado. Lo “único” que necesitas hacer es confesarlo:
Si confesamos nuestros pecados a Dios, él es fiel y justo para perdonarnos nuestros pecados y limpiarnos de toda maldad. 1 Juan 1:9
Una vez que lo hemos confesado, quedamos perdonados. Si vuelves a cometer el mismo pecado, necesitas arrepentirte y volver a confesarlo creyendo que serás perdonado. Pero, la Palabra de Dios nos llama, además, a abandonar el pecado:
Los que encubren sus pecados no prosperarán, pero si los confiesan y los abandonan, recibirán misericordia. Proverbios 28:13
Dios es muy paciente con nosotros, su misericordia y “longanimidad” (una palabra reina-valerense que describe una paciencia estirada al máximo) son legendarias. Sin embargo, no debemos “hacer concha.” Esta actitud sólo obligará a Dios a disciplinarnos con el fin de “ayudarnos” a renunciar a nuestros pecados habituales. Y su mano, como hemos visto antes, puede ser pesadita (Sal. 32:4).
Debemos hacer todo lo que esté a nuestro alcance para romper con esos pecados habituales que nos derrotan una y otra vez. Si Dios ve que nos esforzamos por dejarlos, que pedimos ayuda a nuestros amigos íntimos, orando juntos; que los “trabajamos” en algún programa de rehabilitación como CR; que enlistamos la ayuda de algún consejero o terapeuta; cosas así, Dios nos extenderá su gracia y misericordia. Por el contrario, si Dios ve que manejamos el pecado habitual de una manera casual e inconstante, se verá en la necesidad de disciplinarnos.
«Señor, yo te ruego que me ayudes a tomar con seriedad mis pecados habituales; sabes que me arrepiento de cometerlos, pero reconozco que necesito hacer un esfuerzo mayor con algunos de ellos. Fortalece mi voluntad para pedir ayuda y trabajar en eliminar toda maldad de mi vida.»
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