—Rabí, ¿por qué nació ciego este hombre? —le preguntaron sus discípulos—. ¿Fue por sus propios pecados o por los de sus padres?
—No fue por sus pecados ni tampoco por los de sus padres —contestó Jesús—. Nació ciego para que todos vieran el poder de Dios en él.
Juan 9:2-3 NTV
¿Pero cómo? ¿Este pobre hombre nació ciego y vivió ciego hasta la edad adulta tan solo para que Jesús viniera y lo sanara, mostrando así el poder de Dios que lo habitaba?
¡No es justo! Sin duda, muchos pensarán eso.
Y sí, el pensamiento secular de este mundo, corto de vista y cegado ante los planes y propósitos amorosos de Dios, nos puede llevar por ese camino aparentemente compasivo, enfocado en el bienestar de los demás, pero más bien preocupado por proteger los intereses propios. Así, intentamos prevenir circunstancias de dolor personal, atribuibles a un supuesto “capricho de Dios”.
Pero no. Los propósitos eternos del Dios eterno superan por mucho nuestras capacidades limitadas de entender la vida, el futuro y la eternidad.
Hay etapas y circunstancias en nuestras vidas de gran dolor y pérdida que nos conducen por sendas oscuras o por hornos de fuego implacable que parecen consumir no solo nuestras fuerzas, sino también la fe misma. Momentos en los cuales también podríamos decir: ¡No es justo!
Sin embargo, si continuamos la historia de este hombre ciego a quien Jesús sanó, podríamos intentar vislumbrar el futuro de nuestras propias historias y el de miles de personas que atravesaron y superaron el sufrimiento temporal. No solo hallaron una resolución física, sino también una nueva capacidad de entender los propósitos salvadores y sanadores de Dios.
Cuando Jesús supo lo que había pasado, encontró al hombre y le preguntó:
—¿Crees en el Hijo del Hombre?
—¿Quién es, Señor? —contestó el hombre—. Quiero creer en él.
—Ya lo has visto —le dijo Jesús—, ¡y está hablando contigo!
—¡Sí, Señor, creo! —dijo el hombre. Y adoró a Jesús.
Juan 9:35-37
A pocas personas Jesús les reveló abiertamente que Él era el Mesías esperado. Este hombre fue uno de los privilegiados que pudo “verlo” con sus propios ojos y adorarlo postrado a sus pies.
Sin duda alguna, si hoy pudiéramos preguntarle a este hombre, quien antes estaba incapacitado, si valió la pena el tiempo y el sufrimiento que vivió para que los propósitos de Dios se cumplieran en su vida temporal y eterna, estoy seguro de que su respuesta sería un rotundo: ¡Sí, valió la pena! Conocer el poder de Dios y al Dios hecho hombre, lleno de poder, transformó su presente, dio sentido a su pasado y glorificó su futuro.
Amado Señor Jesús, muestra tu poder en mi vida haciendo lo que Tú sabes hacer. No te detengas por mis dudas o temores. Sé que, al final, caeré postrado adorándote, lleno de gratitud eterna.
Arturo Miyar
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