La Invitación
Ayer hablamos de la parábola del Gran Banquete en Lucas 14. Decíamos que representa la invitación que nos hace Dios a participar de la vida eterna con él. Un banquete—muchas veces un banquete de bodas— es una representación frecuente de la vida eterna en el cielo. «Y el ángel me dijo: «Escribe esto: “Benditos son los que están invitados a la cena de la boda del Cordero”». Y añadió: «Estas son palabras verdaderas que provienen de Dios» (Apoc. 19:9, NTV).
No hay ninguna mención de los medios por los cuales se logra que los invitados estén calificados para estar allí. Es decir, ningún símbolo en la parábola que represente la muerte y resurrección de Cristo. Simplemente, el cómo no es el tema, sino la invitación.
Es una invitación que trágicamente es rechazada por los invitados originales, pero, aceptada por los más indignos. Otro tema frecuente en las Escrituras. «Era necesario que primero les predicáramos la palabra de Dios a ustedes, los judíos; pero ya que ustedes la han rechazado y se consideran indignos de la vida eterna, se la ofreceremos a los gentiles» (Hech. 13:46 NTV).
A partir de todo esto, ayer hablábamos de nuestro papel como los siervos que salen a llevar las invitaciones a los invitados. Ahora quiero hablarte brevemente de la invitación misma.
Pero, antes de dejar el tema de llevar las invitaciones a los invitados, quiero hacerte una confesión. Cuando yo era niño en Celaya, Guanajuato, una vez mi papá me envió a entregar unas invitaciones para la casa comercial que el dirigía como gerente. La invitación era para inscribirse en un programa de descuentos muy atractivos. Yo tenía mi bicicleta que un par de años atrás había recibido como regalo la Noche de Reyes. Era una hermosa bicicleta rodada 26, color verde metálico. Yo estaba orgulloso de esa bicicleta, así que al principio me dediqué gustosamente a repartir las invitaciones. Era otra oportunidad de pasar el día entero sobre mi bici. Lo que no había tomado en cuenta era el número de invitaciones. ¡Mi papá estaba invitando a toda Celaya! Mi confesión es que las últimas invitaciones nunca llegaron a su destino. Me deshice de ellas. Y hasta la fecha me arrepiento.
Tal vez una invitación para formar parte de un programa de descuentos de una tienda local en una ciudad pequeña no te parezca algo muy atractivo. Pero una invitación a pasar la eternidad con Dios, como una alternativa a pasar la eternidad en los peores tormentos, —especialmente el tormento de quedar separado de Dios por la eternidad— no es algo para tomar a la ligera.
Es más, me atrevo a decirte que existimos sólo para recibir esa invitación. Existimos para hallar esa invitación en el buzón de nuestro corazón. De aceptar esa invitación depende nuestra existencia inmortal en el lado sublime de la eternidad. Rechazarla nos condena al lado oscuro.
Pero, hasta que se nos revela no sabemos lo absolutamente crucial que es responder a esta invitación porque estamos demasiado ocupados con nuestra vida presente como para pensar en la vida venidera. Somos como los personajes iniciales de la parábola: «Uno dijo: “Acabo de comprar un campo y debo ir a inspeccionarlo. Por favor, discúlpame”. Otro dijo: “Acabo de comprar cinco yuntas de bueyes y quiero ir a probarlas. Por favor, discúlpame”. Otro dijo: “Acabo de casarme, así que no puedo ir”» (Lucas 14:18-20).
Dos preguntas: ¿Ya respondiste a la invitación? Y la segunda, ¿dónde están todas las invitaciones que te dio el Amo del banquete para repartir?
No he respondido, pero no me quiero quedar con las ganas y mucho menos arrepentirme por no invitar a la iglesia a la persona que Dios puso en mi corazón. Mañana que la vea le dire, y hare oracion para que reciba a Jesus en su corazón este domingo.