¡Así que sé fuerte y valiente! No tengas miedo ni sientas pánico frente a ellos, porque el Señor tu Dios, él mismo irá delante de ti. No te fallará ni te abandonará». Deuteronomio 31:6 (NTV).
Cuando era niño desarrollé una fobia a varios insectos (sólo como a un millón doscientas noventa y nueve mil novecientas noventa y nueve del millón trescientas mil especies que hay). Por las noches, escaneaba el perímetro táctico de mi recámara antes de dormir, y si había un ruido raro, bueno, eso era un problema. En verano, en Celaya, mi pueblo en la región central de México, alrededor del tiempo de las lluvias, éramos invadidos por enjambres de coleópteros color verde mate por encima y verde metálico por debajo. Nosotros les llamábamos mayates, pero donde vivo ahora eso provoca risas, no me pregunten porqué.
A muchos niños les gustaba amarrarlos de una pata y traerlos como juguete, no sé porqué, pues una vez que los amarrabas en lugar de volar, que era la idea, se aferraban a la ropa del controlador de vuelo con esas tenebrosas espinas en sus patas y el niño pasaba la mayor parte del tiempo intentando desprenderlo. Cuando uno de estos niños estaba cerca de mi yo tenía que fingir indiferencia, y si me preguntaban que si quería jugar con el bicho yo los veía con una mirada que decía que la idea me parecería completamente por debajo de mi elevada intelectualidad, jamás revelaría que la idea me aterraba.
Un desafortunado día, mis compañeros de escuela se enteraron de mi fobia. Fui traicionado por un amigo, un peor-que-Judas, pues ofreció sus servicios gratuitamente. De inmediato me vi en un mundo de escarabajos verdes. Me los ponían en la espalda cuando yo no me daba cuenta. Mis compañeros eran buenos, tengo que reconocerlo, eran como ninjas entomológicos. Un día mis compañeros llenaron mi mochila de cientos de ellos. Cuando la abrí salió una nube verde emitiendo el sonido infernal que uno esperaría de una nube radiactiva. Yo salí corriendo en medio de la risa de todo el salón. Fue sumamente vergonzoso.
Fue uno de los tiempos más horribles y humillantes de mi niñez. Entre más niños se daban cuenta de mi reacción, llegar a la escuela era más y más como infiltrar las instalaciones enemigas. Detrás de cada columna podía haber un niño armado con escarabajos y quien sabe que nueva estrategia demoníaca me esperaría el día de mañana. Empecé a enfermarme misteriosamente al inicio del verano, pero tarde o temprano tenía que regresar a la escuela. Esto debió haber pasado durante dos o tres veranos.
Un día, mientras me hallaba escondido en el campo de fut-bol, me encontré un escarabajo muerto y tuve una epifanía repentina, o una eureka si eres ateo. Con mucho cuidado lo puse en un vaso desechable y lo llevé a casa. Los siguientes días inicié yo solo una terapia surgida de la desesperación. Con muchos nervios, a la larga logré tocar el cadáver del escarabajo. Poco a poco fui tomándolo en las manos hasta que dejó de causarme escalofríos.
La siguiente fase de mi terapia fue conseguir un escarabajo vivo —¡Santo Dios! Ni recuerdo como le hice. Pero lo conseguí. Tenía que darme prisa pues no sabía cuanto podrían vivir estas bestias en cautiverio sin alimento. El caso es que un día logré tenerlo en mi mano sin convulsionar. Poco a poco esa fobia a los escarabajos fue desapareciendo.
Un hermoso día de verano, llegue a la escuela y como era de esperarse uno de los niños se me apareció con un bicho verde. Yo hice un poco de drama esperando a que se juntara algo más de público (¡no pensaba repetir esto con cada niño de la escuela!). Cuando me asaltó con el insecto y me lo arrojo a la camisa (estoy seguro de que apuntó a la cara pero no era bueno con sus armas), tranquilamente, delante de todos, lo tomé con cuidado —los ojos de todos estaban enormes mientras yo prolongaba dramáticamente el momento, disfrutando cada instante. Me acerqué al perpetrador y le puse el bicho en la cara,. El dio un grito pero no pudo escapar, lo agarré de la camisa y para vergüenza mía debo admitir que me pase de la raya pues le embarre el insecto en la cara, matándolo en el proceso. Al insecto, por supuesto, no al niño. Ese día me gané el respeto de mis compañeros y el reinado de terror acabó.
Ahora sé que esa estrategia se conoce con el nombre de terapia de sensibilización y es usada por los psicólogos de corte conductista. Y ahora sé también Quién me inspiró a enfrentar mi temor en esa forma. Y la lección me ha servido para vencer otros temores de mayor alcance.
Hoy en día mi hija Jenny me llama a cada vez que aparece una cucaracha o una araña. Y yo, yo me siento feliz de ser el héroe en esas ocasiones. No es quizás la manera principal de hacer de tu hogar un lugar de refugio, pero creo que cuenta.
¿O qué piensas?
Muchas gracias pastor por compartirnos estas anécdotas de tu infancia. Siempre es increíble escucharlas y el ver como sacaste un aprendizaje de cada una de ellas.
Gracias!